El proceso y el testamento de los templarios – La otra historia de los templarios – Michel Lamy, Ediciones Martínez Roca, 2004, pág. 267-276
Una
instrucción ilegal
La manera en que fue
llevada la investigación por el gran inquisidor de Francia que comenzó sus
interrogatorios a partir del 18 de octubre de 1307, falseó necesariamente el
proceso. El empleo sistemático de la tortura, el hecho de no consignar más que
lo que pudiera ser favorable para la acusación, correspondían a la noción
dominica de verdad en el marco de la Inquisición y autorizada, evidentemente,
todos los atropellos a fin de perder a los acusados. Guillaume Pâris ordenaba
en sus instrucciones que no se debía levantar acta más que de la deposición de
aquellos que confesaban. Ahora bien, legalmente, el inquisidor no tenía ningún
poder en esta historia. Para que lo tuviera, hubiera sido preciso que lo
recibiera del Papa, pues se trataba de instruir un proceso contra unos
eclesiásticos que dependían exclusivamente de la Santa Sede. Clemente V le guardó
rencor al inquisidor de Francia, Guillaume Pâris, pero cedió bajo la presión de
Felipe el Hermoso.
Hemos visto que las
prácticas de la Orden no estaban exentas de ritos curiosos, pero que éstos
parecían no ser ya comprendidos por aquellos que los observaban. Esta certeza
nace principalmente de testimonios obtenidos sin coacción en el extranjero. En
cambio, por lo que se refiere a las confesiones arrancadas en Francia, muchas
de ellas son extremadamente sospechosas. La tortura y las presiones de toda índole
ejercidas sobre los templarios vencieron la mayor parte de las veces su
resistencia. Así, el hermano Ponsard de Gisy describió lo que le sucedió: fue
colocado en una fosa, “con las manos tan forzadamente tras la espalda que
la sangre afluyó hasta las uñas y que allí se quedó, sin tener más espacio que
el largo de una correa, protestando y diciendo que, si se le seguía torturando,
renegaría de todo cuanto decía y que diría todo lo que quisieran”.
El 31 de marzo de
1310, un grupo de templarios hizo redactar una protesta:
“La religión del
Temple es pura, inmaculada: todo lo que se ha vertido en contra de la Orden es
pura falsedad: aquellos hermanos que han declarado que estas imputaciones
dirigidas contra las personas y contra la orden eran verdaderas, o parte de
ellas, han mentido. Los hermanos sostienen que no se les puede detener
basándose en tales confesiones que no podrían perjudicarles en nada, tanto a la
Orden como a las personas, porque estas confesiones han sido arrancadas
mediante amenazas de muerte y tortura. Aunque haya hermanos a los que no se ha
torturado, éstos se han sentido aterrorizados por el temor a los suplicios:
viendo a los demás sometidos a tortura, han dicho lo que los torturadores
querían que dijesen. Las penas sufridas por uno solo han espantado al mayor
número de ellos. Hay quien ha sido corrompido por el ruego, el dinero, los
halagos y las grandes promesas, y quien no ha podido resistirse a las
amenazas”.
Podría pensarse, a
partir de esto, que todo cuanto se le reprocha a la Orden es falso. Y, sin
embargo, el 2 de julio de 1308, setenta y dos templarios que comparecieron ante
el Santo Padre reiteraron sus confesiones, al margen de toda tortura,
confesiones demasiado precisas y demasiado coherentes entre ellas para no
impresionar al Papa. La mayoría de los puntos del acta de acusación tuvieron
ciertamente que ser abandonados, pero aun con todo lo restante era algo muy
grave: básicamente la renegación de Cristo y el escupitajo a la cruz durante la
ceremonia de recepción, los ósculos en el cuerpo y la autorización de sodomía,
el culto a una cabeza dotada de poderes mágicos, todos ellos elementos ligados
a un ritual carente de sentido a los ojos de quienes persistían en practicarlo
como una costumbre.
El
curioso papel de los dignatarios del Temple
Nos quedamos
perplejos ante la manera en que se comportaron los dignatarios de la Orden
durante el proceso, en especial el Gran Maestre Jacques de Molay.
El 21 de octubre,
Geoffroi de Charnay, comendador de Normandía, reconoció haber renegado de
Cristo y la práctica de los ósculos en el momento de la recepción. Dijo también
que Gérard de Soizet, preceptor de Auvergne, le había dicho que era preferible
unirse entre hermanos que enviciarse con las mujeres.
El 24 de octubre,
Jacques de Molay declaró que:
La astucia del
enemigo del género humano condujo a los templarios a una perdición tan ciega
que, desde hace tiempo, aquellos que eran recibidos en la Orden renegaban de
Jesús, con peligro de su alma, escupían sobre la cruz que les era mostrada y cometían,
en dicha ocasión, otras barbaridades.
Al hablar así,
condenaba a la Orden entera. Con respecto a sí mismo, declaró:
“Hará cuarenta y dos
años que fui recibido en Beaune, en la diócesis de Autun, por el hermano
Humbert de Pairaud, caballero, en presencia del también hermano Amaury de la
Roche y de otros varios cuyo nombre no recuerdo. Hice primero toda clase de
promesas con respecto a las observancias y a los estatutos de la Orden, y acto
seguido me fue impuesto el manto. El hermano Humbert hizo traer a continuación
una cruz de bronce en la que había la imagen del crucificado y me ordenó
renegar de Cristo representado en dicha cruz. De mal grado, lo hice: el hermano
Humbert me dijo acto seguido que escupirá sobre la cruz, y yo escupí al suelo.”
Hugues de Payraud,
visitador de Francia, había comenzado en primer lugar por negar, pero
rápidamente se mostró muy locuaz. En cuanto a Geoffroi de Gonneville, preceptor
de Aquitania y de Poitou, confirmó los ritos de renegación.
Por supuesto que se
puede invocar la tortura para explicar tales confesiones. Pues, en efecto,
cuando los dignatarios tuvieron conocimiento de que la Iglesia se hacía cargo
del asunto y que no iban a seguir sometidos a la jurisdicción real, se
retractaron. No fueron, sin embargo, llevados ante el Papa y su convoy se
detuvo en Chinon. Recibieron en aquel lugar la visita de tres cardenales
enviados por el Papa y allí, auténtico golpe de efecto, reiteraron sus
confesiones. Estupefactos, los cardenales tomaron la precaución de releer bien
sus declaraciones a los dignatarios y les pidieron que reflexionaran antes de
firmarlas. No obstante, firmaron. Cosa curiosa, cuando el 26 de noviembre de
1309, Jacques de Molay compareció ante la Comisión pontifical, comenzó por
andarse con subterfugios y evasivas, y contestando a las preguntas intentando
salirse por la tangente. Se terminó por releerle las confesiones que había
hecho en Chinon. Él se indignó por cuanto se le atribuía haber dicho, lo negó,
mas no defendió sin embargo a la Orden. ¿Modificaron lo declarado por él? ¿Le
prometieron que sus confesiones no serían divulgadas y que estaban destinadas
únicamente a ilustrar al Papa? ¿Fue engañado de un modo u otro?
Tras esto, Jacques de
Molay solicitó conversar en privado con Guillaume de Plaisians, consejero de
Felipe el Hermoso. ¿De qué hablaron? ¿Había llegado antes a un acuerdo Jacques
de Molay con él y, en tal caso, de qué naturaleza? ¿Se habría mostrado cómplice
de la destrucción de una Orden que se había vuelto peligrosa? Cabe dudarlo,
pero la actitud del Gran Maestre es, no obstante, muy sorprendente.
Después de su
entrevista con el consejero del rey, pidió ocho días para “deliberar”. Los
obtuvo. Pareció indeciso durante un tiempo y acto seguido renunció a defender a
la Orden, haciéndome pasar por iletrado y por pobre, pero tratando no obstante
de recordar los servicios prestados por la Orden en el pasado. ¡Qué torpeza!
Declaró a pesar de todo:
“Pero iré a presencia
del Santo Padre cuando él lo tenga a bien. Soy mortal como el resto de los
humanos, y no tengo asegurado el porvenir.”
¿No era una manera de
hacer saber que estaba atemorizado? Que el Papa le hiciera comparecer a su
presencia y allí podría hablar, pero mientras su suerte estuviera diariamente
en manos de los hombres del rey podía temerse cualquier cosa. Añadía por otra
parte:
“Os suplico, pues, y
os requiero que le comuniquéis al Santo Padre que llame delante de él al
Maestre del Temple tan pronto como le sea posible: sólo entonces le diré lo que
es el honor de Cristo y de la Iglesia, en la medida en que ello esté en mi
poder.”
De hecho, los únicos
que, valientemente, salieron un poco en defensa de la Orden fueron templarios
de base, prueba de que el Temple se había vuelto un cuerpo sin alma, y los que
“sabían” lo había abandonado desde hacía mucho tiempo. Pero, no obstante, ¿cómo
es posible que los dignatarios no clamaran alto y fuerte la inocencia de la
Orden? Que tuvieran miedo, que hubieran cedido bajo tortura, sea. Pero ¿qué no
hubiera ni uno capaz de reaccionar? El sufrimiento, la falta de coraje, pueden
explicar muchas cosas, pero ¿no había habido un acuerdo para acabar con la
Orden? Está claro que los dignatarios supieron por anticipado que los
templarios serían arrestados. Aunque supiéramos que no habían sido avisados
directamente, el solo hecho de que en determinados lugares el secreto hubiera
sido revelado, implica que los templarios así informados fueron a avisar de
inmediato a al Gran Maestre de la Orden. Ahora bien, esto no hizo nada, no
emprendió la huida, ni puso a la Orden en estado de defensa. Se dejó atrapar en
el nido, dejando entrar en la torre del Temple a quienes venían a detenerle.
Permitía así la destrucción de su Orden. ¿No podemos imaginar que tenía buenas
razones para hacer lo que hizo? ¿E incluso sin duda consignas que habrían
podido provenir del círculo oculto que se había escindido de la Orden, del
Temple interior? Esta hipótesis explicaría muchas cosas.
En primer lugar, los
dignatarios respetaron lo convenido y dejaron que el arresto siguiera su curso.
Luego reconocieron los hechos reprochados a los templarios. Sin embargo, pronto
se dieron cuenta de que los frailes eran torturados y ello no debía formar
parte del pacto. Entonces dudaron, no querían defender a la Orden pero tampoco
estaban de acuerdo en dejar morir bajo tortura a los caballeros del Temple.
Quisieron ver al Papa. No se les permitió, pero se les hizo encontrarse con
unos cardenales que el soberano pontífice había enviado ante ellos. Y allí
Jacques de Molay dudó, como hemos visto. ¿Qué debía decir? Por una parte,
solicitó hablar con el consejero del rey; por otra, habría querido ver al Papa.
Parecía perdido, como si el desarrollo de la película no se correspondiera con
el guión que le habían hecho leer con anterioridad. ¡Qué diferencia con
aquellos frailes que se declararon voluntarios para tomar la defensa de su
Orden, más de quinientos sesenta!
El 7 de abril de 1310
nueve prisioneros remitieron una memoria a la Comisión, a la vez defensa
jurídica y requisitoria contra los procedimientos de los agentes del rey.
En cualquier caso, el
concilio reunido en Viena en octubre de 1311 resultó sumamente incómodo. ¿Cómo
mostrarse justo sin incurrir en las iras del rey de Francia? Los participantes
no querían comportarse como los del Concilio
de Sens que, algo más de un año antes, habían mandado a cincuenta y cuatro
templarios a la hoguera.
¿Qué hacer? Clemente
V se sentía un poco más libre frente a Felipe el Hermoso, pues acababa de
hacerle una serie de concesiones atacando la memoria de Bonifacio VIII. El rey
se dio cuenta de ello y decidió dirigirse personalmente a Viena el 20 de marzo
de 1312. Frente a la amenaza de presión, Clemente V optó por precipitar las
cosas. No quería condenar a la Orden, pero corría el peligro de verse obligado
a hacerlo, puñal en pecho, por parte del rey de puño de hierro. Para evitarlo,
prefirió disolver al Temple “provisionalmente”. La bula proclamaba entre otras
cosas:
“Una voz ha sido oída
en las alturas, voz de lamento, de duelo y de lloros: pues ha llegado el
tiempo, ha llegado el tiempo en que el Señor, por boca del profeta, hace oír
esta queja: Objeto de ira y de furor ha sido siempre para mí esta ciudad desde
el día en que fue edificada, que es como para quitármela de delante de mí, por
el mal que los hijos de Israel y los hijos de Judá han hecho para irritarme,
ellos, sus reyes y sus príncipes, sus sacerdotes, sus profetas, las gentes de
Judá y los habitantes de Jerusalén. Me han vuelto la espalda en vez de darme la
cara; yo les he amonestado desde muy temprano y sin cesar, pero ellos no han
querido oír ni recibir la corrección. Han puesto sus abominaciones hasta en la
casa en que se invoca mi nombre, profanándola. Han edificado los lugares altos
de Baal que se hallan en el valle de Ben-Hinnon, para pasar (por el fuego) a
sus hijos y a sus hijas en honor de Moloc. (Jeremías, 32 31-35). Profundamente
se corrompieron, como en los días de Guibá. (Oseas, 9,9). Ante una tan
horrorosa noticia, en presencia de una infamia pública tan horrenda (y ¿quién,
en efecto, ha oído o visto jamás nada semejante?) he caído al oírlo, me he
contristado al verlo, mi corazón se ha visto embargado por la amargura, las
tinieblas me han envuelto.”
La bula
prosigue largamente en este tono, Clemente V recuerda a Salomón:
“Pues el Señor
no eligió a la nación a causa del lugar, sino el lugar a causa de la nación;
ahora bien, como el lugar mismo del Temple ha participado en las fechorías del
pueblo, y que Salomón, que rebosaba de prudencia como un río, oyó estas
palabras categóricas de boca del Señor, cuando él le construía un templo: Pero
si os apartáis de mí vosotros y vuestros hijos, si no guardáis mis
mandamientos, mis leyes, las que yo os he prescrito, y os vais tras dioses
ajenos para servirlos y prosternaros ante ellos, yo exterminaré a Israel de la
tierra que le he dado y echaré de delante de mí este templo, que ha consagrado
a mi nombre (…)”.
Así, el Papa
parecía querer relativizar una sacralidad, una legitimación que la Orden habría
podido detentar por su pasada presencia en el emplazamiento del Templo de
Salomón o también por lo que allí habría descubierto.
Clemente V
recordaba a continuación el hecho de que había sido prevenido de las
actuaciones de los templarios antes incluso de haber sido coronado:
“Se nos ha
insinuado que habían caído en el crimen de una apostasía abominable contra el
mismísimo Nuestro Señor Jesucristo, en el vicio odioso de la idolatría, en el
crimen exacrable de Sodoma y en diversas herejías.”
El Papa
expresaba entonces las dudas que había tenido, al no poder creer que aquellos
que daban su vida por las cruzadas eran también unos herejes. Sin embargo,
decía, el rey de Francia había terminado por convencerle. En esto el texto no
carecía de humor:
“Por fin, sin
embargo, nuestro muy querido hijo en Cristo, Felipe, el ilustre rey de Francia,
ante quien estos mismos crímenes habían sido denunciados, impulsado no por un
sentimiento de avaricia (pues no pretendía en absoluto reivindicar o apropiarse
de ninguno a ellos en su propio reino y ha alejado las manos completamente de
ellos), sino por el celo de la ortodoxia de la fe, siguiendo los ilustres pasos
de sus antepasados, se informó en lo posible de lo sucedido y nos hizo llegar,
por medio de sus emisarios y por sus misivas, numerosas e importantes
informaciones para instruirnos e informarnos de estas cosas (…)”
Obrando así,
Clemente V, mientras aparentaba disculpar a Felipe el Hermoso, revelaba el
verdadero motivo de éste: apoderarse de las riquezas de la Orden, y tomaba al
mismo tiempo precauciones para que el rey no pudiera apropiarse de todo.
Tras lo cual,
el Papa recordaba las confesiones de miembros importantes de la Orden que
habían testimoniado ante él. Entonces le había parecido que aquello no podía
ser silenciado, decía. Insistía muy especialmente en los testimonios de los
dignatarios:
“Declararon y
confesaron (…) libre y voluntariamente, sin violencia ni terror que, al ser
recibidos en la Orden, habían renegado de Cristo y escupido sobre la cruz.
Algunos de ellos han confesado también otros crímenes y des honestidades que
callaremos por ahora.”
Estas
confesiones pesaron enormemente en la balanza. Clemente V no podía salvar a la
Orden sin ser él mismo sospechoso de herejía. Concluía:
“Sin duda, los
procedimientos anteriores dirigidos contra esta Orden no permiten condenarla
canónicamente como herética por medio de una sentencia definitiva; sin embargo,
como las herejías que se le imputan la han difamado de modo especial, como un
número casi infinito de sus miembros, entre otros el Gran Maestre, el visitador
de susodichas herejías, errores y crímenes por sus confesiones espontáneas;
como estas confesiones convierten a la Orden en muy sospechosa, como esta
infamia y esta sospecha la tornan completamente abominable y odiosa a la santa
Iglesia del Señor, a los prelados, a los soberanos, a los príncipes y a los
católicos; y como, además, creo que probablemente no se encontrará a un solo
hombre de bien que quiera entrar de ahora en adelante en esta Orden, cosas
todas ellas que la convierten en inútil para la Iglesia de Dios y para la
prosecución de los asuntos de Tierra Santa, cuyo servicio le había sido
encomendado…”
No le faltaba
razón al Papa: se negaba a condenar a la Orden, pero ésta no podía ser ya
realmente salvada y, además, se había vuelto inútil. A partir de ese momento,
lo mejor era suprimirla, pura y simplemente, sin condena:
“Hemos pensado
que era preciso interinamente proceder para suprimir los escándalos, evitar los
peligros y conservar los bienes destinados a la ayuda de Tierra Santa.”
Terminaba
esclarecedoramente recordando las buenas razones para proceder así:
“Suprimiendo
dicha Orden y destinando sus bienes al uso para el cual habían sido destinados
y, en cuanto a los miembros de la Orden aún vivos, tomando medidas prudentes
más que concederles el derecho de defensa y de prorrogar el asunto.”
Clemente V
salvaba lo que aún podía ser salvado, es decir, a hombres y bienes. No ignoraba
en absoluto que si la cosa se prolongaba más, no quedarían ya templarios para
defender la Orden, pues habrían muerto antes en las mazmorras del rey de
Francia.
Asunto
concluido. La Orden del Temple no existía ya y un mes más tarde, Clemente V
atribuía su patrimonio a los hospitalarios de San Juan de Jerusalén. Un motivo
de furia para Felipe el Hermoso que contaba con apropiarse de los despojos de
la Orden. Por otra parte, a pesar de las decisiones tomadas, echó mano a
numerosas propiedades que se negó a devolver. Además, reclamó una indemnización
de doscientas mil libras, suma enorme que él pretendía haber depositado en el
Temple y que no le habría sido jamás restituida. Nadie se llamó a engaño:
Felipe el Hermoso mentía. Además, ¿había visto juntas alguna vez doscientas mil
libras ese rey obligado a falsificar moneda para vivir? Por otra parte, exigió
sesenta mil libras por los gastos del proceso, cuando durante todos esos años
era él quien había percibido las rentas de los dominios arrebatados al Temple.
Asimismo reclamó los dos tercios del mobiliario y de los ornamentos religiosos,
pero lo que recogió fue más bien escaso, pues, entretanto, el Papa había puesto
ya una parte de estos bienes a buen recaudo. Para aquellos que sigan todavía
convencidos de que Felipe el Hermoso actuaba de manera totalmente desinteresada
en esta historia, recordemos que además no reembolsó jamás los dos préstamos de
quinientas mil y de doscientos mil florines prestados por el Temple, así como
tampoco otra suma de dos mil quinientas libras que se había hecho entregar en
1297. Y luego, durante cinco años, no sólo había percibido los ingresos de los
inmuebles del Temple en Francia, cobrando rentas y los censos, sino que había
recuperado créditos de la Orden que había hecho liquidar en su provecho.
Finalmente,
para ser beneficiarios de los bienes del Temple, los hospitalarios tuvieron que
pasar por las exigencias del rey y pagarle, es decir, vaciar su propio tesoro.
No fueron precisamente ellos quienes hicieron un buen negocio.
Al suprimir la
Orden sin otra forma de proceso, el Papa había salvado lo que aún era salvable.
Aprovechó la ocasión para remitir la suerte de los hombres del Temple a la
apreciación de concilios provinciales, lo que tuvo por efecto inmediato
devolver la tranquilidad a todos cuantos vivían en estados que no les eran
demasiado hostiles. Clemente V se reservaba, por otra parte, el juicio de los
dignatarios. Envió a París a tres cardenales que les pidieron hacer pública
confesión de la indignidad de la Orden y que les condenaron a cadena perpetua.
Delante de Notre-Dame, sobre un estrado. Hugues de Payraud y Geoffroi de
Gonneville, confirmaron su culpabilidad, pero para sorpresa general, Jacques de
Molay y Geoffroi de Charnay se rectractaron.
La ceremonia
fue interrumpida. Se declaró a los dos hombres relapsos y se les entregó al
brazo secular. Acto seguido, Felipe el Hermoso decidió su ejecución. Se levantó
una hoguera a toda prisa en la isla de los Javiaux, actualmente barrio de
Vert-Galant, en el extremo occidental de la isla de la Cité, el 18 de marzo de
1314.
En el momento
en que las llamas comenzaron a alzarse, Jacques de Molay, que había recobrado
su dignidad, habría exclamado:
“Los cuerpos
son del rey de Francia, pero las almas son de Dios.”
Luego habría
proferido una maldición, emplazando a sus verdugos ante el tribunal de Dios en
el plazo de un año.
El 21 de abril
siguiente, Clemente V moría, sin duda de un cáncer de píloro, el 29 de
noviembre, una caída de caballo, según se dijo, puso punto final a la vida de
Felipe el Hermoso. En realidad, cayó súbitamente enfermo el 4 de noviembre
quejándose de dolores gástricos seguidos de vómitos y de diarrea, precedidos de
sequedad de boca, anorexia y una sed insaciable. No tenía fiebre. El misterio
de esta muerte no fue jamás dilucidado. ¿Fue envenenado Felipe IV?
Ese mismo año,
Nogaret pereció en misteriosas circunstancias, Esquin de Florian fue apuñalado
y los denunciantes Gérard de Laverna y Bernard Palet fueron colgados. Algunos
vieron en ello el dedo de Dios y otros una venganza bien organizada: una mano
negra en la sombra, que golpeaba metódicamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario