© 2009-2019 La página templaria que habla de cultura, historia y religión - Especial 'Proceso de los templarios'

El Temple destruido


El Temple destruido – Los templarios: monjes y guerreros – Piers Paul Read, Ediciones B Argentina, 2006, pág. 411- 418; 423-425; 426-436

¿Por qué los miembros de la más formidable fuerza militar del mundo occidental fueron a la muerte, en palabras de Pedro de Bologna, “como ovejas al matadero”? Una de las razones fue sin duda la avanzada edad de la mayoría de los Templarios que vivían en Francia. Después de servir un tiempo en Oriente, muchos habían regresado a Europa para ocupar puestos en la administración. Los caballeros más jóvenes fueron enviados a Chipre: en 1307, más del setenta por ciento de la fuerza templaria había sido reclutada en los últimos siete años.

En Chipre se preparaban para la acción militar: habían peleado con los sarracenos por Tortosa y esperaban una invasión de la isla por parte de los mamelucos.

La bula del papa Clemente V por la que se ordenaba el arresto de los Templarios en toda la cristiandad, Pastoralis praeeminentiae, llegó a Chipre en noviembre de 1307. El gobernante de facto en ese momento era el hermano del rey Juan, Amaury, a quien los Templarios habían respaldado cuando tomó el poder en agosto de 1306. Las órdenes del Papa ponían a Amaury en una situación incómoda. Estaba en deuda con aquéllos y, como casi todos en Chipre, seguramente consideraba falsas las acusaciones; sin embargo, tampoco quería desafiar al Papa ni tener de enemigo al rey Felipe de Francia. Por lo tanto, ordenó a sus oficiales proceder contra los Templarios, comandados por su mariscal, Ayme de Oselier.

Tras una cierta resistencia inicial, los Templarios finalmente se rindieron, y ochenta u tres caballeros, y treinta y cinco sargentos fueron puestos bajo arresto domiciliario. Sus propiedades fueron embargadas, pero los oficiales no lograron encontrar el grueso del tesoro. No se celebró ningún juicio hasta mayo, cuando llegaron a la isla dos jueces designados por el Papa. Ninguno de los acusados admitió los cargos. Se tomó declaración a testigos ajenos a la Orden, entre ellos dieciséis caballeros, el senescal de reino, Felipe de Ibelin, y el mariscal del rey, Reginaldo de Soissons. La mayoría de ellos había apoyado al rey Enrique II en contra de Amaury y, por lo tanto, podía esperarse que mostraran cierta animosidad hacia los Templarios, pero todos sus testimonios fueron a favor. Felipe de Ibelin, que fue el primer testigo, consideró que era solamente el secretismo que rodeaba a los Templarios lo que conducía a la sospecha de delitos. Reginaldo de Soissons ratificó que los Templarios creían en los sacramentos y que siempre habían celebrado sus ceremonias religiosas correctamente.

Un caballero, Jaime de Plany, fue categórico en su defensa de los Templarios, recordándole a la corte que habían derramado su sangre por Cristo y la fe cristiana, y que eran hombres tan buenos y honestos como los que se podían encontrar en cualquier orden religiosa. Percival de Mar, un genovés, contó que un grupo de Templarios, tomados prisioneros por los sarracenos, prefirió morir antes que traicionar su fe. Aunque testigos menores aludieron a la reserva del ingreso de los Templarios y a la avaricia de la Orden, no adujeron nada que los involucrase en blasfemia ni herejía. Un sacerdote, Lorenzo de Beirut, dijo que había escuchado las confesiones de sesenta Templarios y que no podía declarar nada en contra de ellos. Se desprendía de otros testimonios que muchos Templarios se confesaban con dominicos, franciscanos y sacerdotes seculares y no necesariamente con sus propios capellanes.

El único testigo entre los latinos de Chipre que testificó en contra de los Templarios fue Simón de Sarezariis, el prior del Hospital de San Juan, pero sin aportar ninguna evidencia sólida; aludió meramente a conversaciones que había mantenido en el pasado con personas no identificadas. Con esa única excepción, los nobles testigos testificaron todos a favor de los Templarios, pese a ser partidarios del rey Enrique II.

El papa Clemente V consideró inaceptable ese resultado, y ordenó un nuevo juicio a cargo del legado papal en Oriente, Pedro de Plaine-Cassagne, obispo de Rodas, que se celebró después del asesinato de Amaury y la restauración de Enrique II, en el verano de 1310; aunque no se conservan las actas, parece que se impusieron los imperativos políticos del Papa: las crónicas registran que el mariscal Ayme de Oselier y muchos de sus compañeros Templarios murieron mientras se hallaban encarcelados en la fortaleza de Kerynia.

En Italia, los procesos contra los Templarios variaron según las lealtades políticas de los gobernantes involucrados. Carlos II de Nápoles, primo del rey Felipe el Hermoso, hasta donde se sabe por las pocas declaraciones conservadas, obtuvo las confesiones requeridas, presumiblemente gracias al uso de la tortura. En los Estados Pontificios la tortura también produjo algunas confesiones de negación de Cristo, ofensas a la cruz y adoración de ídolos; pero, en general, la inquisición itinerante conducida por el obispo de Sutri arrojó resultados mezquinos. En Lombardía, muchos de los obispos apoyaron a los Templarios, y algunos fueron lo bastante valientes como para confesarlo. Los obispos de Ravena, Rímidi y Fano no pudieron encontrar evidencia de culpa en los pocos Templarios llevados ante ellos. En Florencia confesaron seis de diez Templarios tras haber sido torturados.

En Germania, _Burchard –el arzobispo de Magdeburgo- atacó rápidamente a los Templarios, entre ellos el preceptor germánico Federico de Alvensleben. En Trier, un concilio provincial de la Iglesia convocado por el arzobispo no encontró ninguna prueba contra la Orden. Un grupo de veinte Templarios armados, conducidos por el preceptor de Grumbach, Hugo de Salm, interrumpió en Mainz un concilio similar, presidido por el arzobispo Pedro de ASpelt. El intimidado arzobispo fue obligado a escuchar su queja: a los miembros de la Orden no se les estaba dando una oportunidad justa de defenderse, y aquellos que insistían en su inocencia eran quemados. Hugo de Salm también sostuvo, como prueba milagrosa de su inocencia, que los hábitos blancos de los Templarios no ardían con el fuego.

En una audiencia posterior, el hermano de Hugo de Salm y preceptor del Rin, Federico, se ofreció a demostrar la inocencia de la Orden mediante un juicio por ordalía. Dijo que había servido en Oriente con Jaime de Molay y que lo conocía como “un buen cristiano, tan bueno como es posible serlo”. Otros testigos confirmaron la obra caritativa de los Templarios; entre ellos, un sacerdote dijo que, durante una hambruna, la preceptoría de Maistre había dado de comer a mil pobres cada día. Al final de la audiencia, el arzobispo dictaminó a favor de los Templarios llevados ante él, una decisión que disgustó al Papa.

Fuera de Francia y Chipre, la presencia templaria más significativa se hallaba en España, particularmente en Aragón, donde la Orden había desempeñado un papel importante en la reconquista de tierras ocupadas por los moros. El rey venía reduciendo desde hacía un tiempo los enormes privilegios y sustanciales donaciones que databan de los días heroicos de la Reconquista. De hecho, aunque la Orden todavía tenía considerables posesiones en Aragón, se había visto afectada por la necesidad de enviar fondos a la Orden en Siria y Palestina y por las demandas de los reyes aragoneses. Si bien seguía funcionando como banco, el Temple estaba endeudado.

A mediados de octubre de 1307, el rey Jaime II había recibido una carta de Felipe IV de Francia enumerándole las iniquidades de la Orden Templaria y aconsejándole confiscar sus propiedades y detener a sus miembros, al igual que Felipe había hecho en Francia. El monarca aragonés se mostró incrédulo y le escribió una carta en respuesta a Felipe el Hermoso:

“Los Templarios han vivido de hecho de una manera elogiable como hombres religiosos hasta ahora en estas partes, de acuerdo con la opinión común, y ninguna acusación de error en su creencia ha surgido aquí todavía; por el contrario, durante nuestro reinado nos han brindado fielmente un gran servicio en todo lo que les hemos requerido, para eliminar a los enemigos de la fe.” 

No obstante, cuando llegó a España la noticia de que Jaime de Molay había admitido los crímenes imputados, el rey Jaime II ordenó capturar a los Templarios y secuestrar las propiedades que tenían en su reino. Algunos Templarios se negaron a rendir sus castillos: en contraste con Francia, en Aragón la Orden tenía una buena cantidad de hombres en armas y dispuso de tiempo para preparar la defensa. Fue tomada la fortaleza de Peñíscola y arrestado el maestre templario de Aragón, Exemen de Lenda, pero Ascó, Cantavieja, Villel, Castellote, Chalamera y Monzón permanecieron en manos dela Orden, mientras Ramón Sa Guardia, el preceptor de Mas Deu en Rousillon, resistía en la fortaleza de Miravet. Desde allí le escribió al rey Jaime II, recordándole la sangre que habían derramado los Templarios en las guerras contra los moros, y no mucho tiempo atrás contra Granada. Durante una época de hambruna, los Templarios habían alimentado a veinte mil personas en Gardeny y a seis mil en Monzón. Cuando los franceses invadieron Aragón y amenazaban Barcelona, fueron los Templarios quienes resistieron a pie firme. Por todas esas razones, el rey debía liberar al maestre y a los demás Templarios, que eran “leales, católicos y buenos cristianos”.

Sin embargo, la suerte ya estaba echada, no porque el rey se hubiera convencido de la culpabilidad de los Templarios, sino porque quería asegurarse los bienes de la Orden antes de que fueran expropiados por la Iglesia: le sugirió incluso al papa Clemente un quiad pro quo por el que dos de sus sobrinos recibirían tierras de Aragón si el Papa renunciaba a sus derechos sobre las propiedades del Temple en España Acaso consciente de que la avaricia era ahora la motivación principal del rey, Ramón Sa Guardia le escribió para decirle cuánta lástima le causaban él, “el rey de Francia, y todos los católicos relacionados con el daño que surge de todo esto, más que nosotros mismos, que tenemos que soportar la maldad”. Temía por el alma del rey si éste se había engañado y creía estar haciendo el trabajo de Dios y no el del Diablo. Al igual que Pedro de Bologna, le preguntaba cómo, si los cargos eran ciertos, tantos miembros de las mejores familias podían haberse unido a la Orden, algunos desde hacía seis años por los menos, sin haber denunciado todavía los abusos imputados.

El 1 de febrero de 1308, el rey Jaime resolvió sitiar las fortalezas que aún estaban en manos de los Templarios. Sin desear o sin poder lanzar un ataque frontal, su táctica era someter a las guarniciones por inanición. Ramón Sa Guardia, quien seguía en comunicación con el rey, le advirtió que estaban dispuestos a morir como mártires a menos que el rey Jaime garantizara protegerlos en tanto el papa Clemente siguiera bajo la influencia del rey de Francia. Pero el rey Jaime no sintió ninguna necesidad de comprometerse, y hacia finales de noviembre los Templarios de Miravet se rindieron por inanición. Monzón resistió hasta mayo de 1309; y a finales de julio, con la caída de Chalamera, la resistencia de la Orden había concluido.

Como la ley aragonesa no permitía la tortura, en los procesos que se siguieron contra los Templarios no se produjeron confesiones. Los prisioneros eran mantenidos en condiciones razonables y con una dieta decente. Ramón Sa Guardia fue tan franco ante los inquisidores como lo había sido en sus cartas al rey. Dijo que las admisiones a la Orden habían sido absolutamente ortodoxas, al igual que la práctica de la religión católica entre los Templarios; las imputaciones de negación de Cristo eran “horribles, sumamente abyectas y diabólicas” y que “todo hermano que cometiera un pecado contra la naturaleza” (esto es, sodomía) era castigado con grandes grilletes en los pies y cadenas en el cuello…”. Los cargos eran obra de “un espíritu maligno y diabólico”, y cualquiera que los hubiere admitido era un mentiroso.

En marzo de 1311, el Papa ordenó al arzobispo de Tarragona y al obispo de Valencia utilizar la tortura para extraer confesiones, pero el método, que había resultado tan eficaz en Francia, fracasó en España. Ocho Templarios torturados en Barcelona persistieron en su declaración de inocencia; en Tarragona, el 4 de noviembre de 1312, un concilio local de la Iglesia halló a los Templarios inocentes “a pesar de ser sometidos a tortura para la confesión de sus crímenes”.

Lo mismo que en Aragón ocurrió en los reinos de Castilla y León, y Portugal. Los Templarios fueron arrestados y llevados ante comisiones episcopales, pero ninguna de ellas pudo hallar evidencia para sustanciar los cargos. De toda la península Ibérica, sólo en Navarra, donde la influencia francesa era predominante, se extrajeron algunas confesiones de los crímenes imputados. […]

[…] El sábado 16 de octubre de 1311, tras una demora de un año, se reunió en Viena un concilio ecuménico de la Iglesia católica. Esa ciudad sobre el Ródano, a sólo unos veinte kilómetros al sur de Lyon, estaba construida entre las ruinas de su pasado romano. El anfiteatro romano en las colinas de Mount Pipet podía albergar a más de 13.000 espectadores, y el templo dedicado al emperador Augusto se usaba ahora como iglesia. Fue en Viena donde Arquelao, el hijo del rey Herodes, cumplió el destierro ordenado por Augusto; y donde la poco agraciada Blandina había muerto como mártir por Cristo: “Después de los azotes, después de las bestias, después del hierro candente, la pusieron finalmente en una cesta y la arrojaron a un toro”. Otro mártir de esa época, un oficial romano llamado Mauricio, había sido ejecutado río arriba en Augaune, Suiza, por negarse a hacer sacrificios a dioses paganos. Y fue en la gran catedral a orillas del Ródano, dedicada a este santo, donde el papa Clemente V recibió a los padres de toda la cristiandad e inauguró la primera sesión del concilio.

El número de concurrentes fue decepcionante. El Papa había convocado a obispos y príncipes de toda la cristiandad, incluidos los cuatro patriarcas de la Iglesia oriental, pero de los 161 prelados invitados, más de un tercio se había excusado, enviando delegados en su lugar. Los obispos que asistieron lo hicieron con poco entusiasmo: la ciudad estaba atestada, era difícil en consecuencia conseguir alojamiento decente, y en esa época del año, como se quejó el obispo de Valencia al rey Jaime II de Aragón, “el lugar es inconmensurablemente frío”.

Ningún rey apareció en los primeros seis meses de deliberaciones, aun cuando la recuperación de Tierra Santa, uno de los tres puntos en la agenda del concilio, era de mucho interés para ellos. El segundo punto, la reforma de la Iglesia, figuraba casi como una cuestión de rutina, pero el celo por limpiar la Iglesia de corrupción –que había animado a concilios anteriores- era difícil de mantener con un Papa que nombraba cardenales a cuatro de sus parientes y usaba todo artilugio posible para sacarles dinero a los fieles. El sentimiento predominante entre los asistentes era el cinismo: un cronista francés, Jean de Saint-Víctor, escribió que “muchos decían que el concilio se había convocado con el propósito de extraer dinero”.

El tercer punto de la agenda era la Orden del Temple. Para el papa Clemente era imperioso que el Concilio resolviera la disolución, y con ese fin había estado reuniendo todas las pruebas de los interrogatorios en los distintos países, obligando a utilizar la tortura cuando no se obtenía de los acusados las confesiones requeridas. Esto había tomado mucho más tiempo del que había previsto, y fue la razón por la cual el concilio se postergó un año. Hasta el verano de 1311, muchos de los informes aún no habían llegado. Cuando finalmente se recibieron y fueron estudiados por el Papa y sus asesores en la prioría de Grazean, distaban mucho de ser satisfactorios. Sólo los informes procedentes de Francia contenían confesiones creíbles; los del extranjero, en particular los de Inglaterra, Aragón y Chipre, sólo aportaban rumores de personas ajenas a la Orden como material para sustentar las acusaciones.

Clemente estaba en una posición difícil. Había invitado formalmente a los Templarios a acudir a Viena para defender a la Orden, pero evidentemente no esperaba que lo hicieran. Sin embargo, a finales de octubre y para su sorpresa, siete Templarios se presentaron ante el concilio diciendo que estaban allí para defender a la Orden y que entre 1.500 y 2.000 de sus camaradas Templarios se hallaban en las proximidades dispuestos a apoyarlos.

El papa Clemente ordenó que los siete Templarios fueran detenidos y pidió al concilio que formara un comité de cincuenta integrantes para decidir si debía o no permitirse a los Templarios defender la Orden; y si era así, si era sólo a los que se habían presentado ante el concilio o si los Templarios de toda la cristiandad debían elegir un apoderado. Y si eso resultaba muy difícil, si el Papa debía nombrar a uno que actuara por ellos. La conclusión de ese comité fue, por amplia mayoría, que se debía permitir a los Templarios organizar su defensa. Solamente discreparon los obispos franceses de Rheims, Sens y Rouen, allegados a Felipe.

[…] El Papa, temiendo todavía que Felipe pudiera reanudar el ataque contra Bonifacio VIII, y desesperado por poner en marcha una nueva cruzada, estaba en constante correspondencia con el rey, y el 17 de febrero recibió a una delegación secreta y muy importante, compuesta por el hijo de Felipe, Luis de Navarra, los condes de Boulogne y Saint-Pol, y los principales ministros de la corona, Enguerrand de Marigny, Guillermo de Plaisans y Guillermo de Nogaret. Junto con el círculo íntimo de cardenales de la curia, conversaron con el Papa sobre los pasos a seguir.

También desde otra fuente se presionaba por una resolución rápida: el rey Jaime II de Aragón sostenía con énfasis que la Orden debía ser disuelta y que sus propiedades aragonesas debían transferirse a la Orden española de Calatrava. La disposición de a riqueza del Temple parece haber sido un escollo en las negociaciones entre el Papa y el rey francés: Felipe, proponiendo el mismo tipo de trato que el rey Jaime II, le escribió al Papa desde Mâcon, a sólo noventa kilómetros al norte sobre el río Saône: “Ardiendo de fervor por la fe ortodoxa y en caso de que tan gran injuria hecha a Cristo permaneciera impune, afectuosa, devota y humildemente pedimos a Su Santidad que disuelva dicha Orden y quiera crear una nueva Orden Militar, a la cual se le confieran los bienes de la Orden arriba mencionada, con sus derechos, honores y responsabilidades.”

Como sabía que el rey Felipe tenía a uno de sus propios hijos en mente como gran maestre para esa nueva orden, Clemente se mantuvo sorprendentemente firme en la cuestión, insistiendo en que si el Temple iba a ser disuelto, sus posesiones debían pasar al Hospital. Para terminar con todo el asunto, el rey Felipe resolvió comprometerse y prometió aceptar lo que el Papa decidiera, reservándose sólo “los derechos que nos quedan a nosotros, a los prelados, barones, nobles y diversas personas de nuestro reino”.

El papa Clemente dudaba todavía, pero el 20 de marzo se vio obligado a decidir ante la llegada a Vienne del rey Felipe en persona, acompañado por sus dos hermanos, tres hijos y un fuerte contingente de hombres armados. Dos días más tarde, Clemente celebró un consistorio secreto en el que pidió al comité especial para la Orden del Temple que revisara su dictamen. Al ver que el juego había terminado, y posiblemente sobornados o intimidados por los franceses, la mayoría de los prelados votó por la eliminación de la Orden; una decisión, en opinión del obispo de Valencia –uno de los pocos disidentes-, “contra toda razón y justicia”.

El 3 de abril, los padres del concilio se reunieron en la catedral de Saint-Maurice para escuchar la homilía del papa Clemente sobre el salmo I, versículo 5: “No prevalecerán los impíos en el juicio, ni estarán los pecadores en la asamblea de los justos.” El sumo pontífice estaba sentado en su trono; a un lado, en un pedestal apenas más bajo, se hallaba el rey Felipe de Francia, y al otro, el hijo de Felipe, el rey de Navarra. Después de la homilía, y antes de que comenzaran los procesos, el convocante anunció que, bajo pena de excomunión, nadie podía hablar en esa sesión excepto con el permiso o a requerimiento del Papa.

El papa Clemente leyó entonces la bula Vox in excelso, que abolía la Orden del Temple. La bula estaba cuidadosamente redactada para evitar una condena directa de la Orden como tal: se abolía “no por sentencia judicial, sino por disposición u ordenanza apostólica” a causa del “descrédito, la sospecha, la ruidosa insinuación y demás cosas referidas que se han aducido contra la Orden”. Mencionaba ciertos hechos incontestables, “la admisión secreta y clandestina de los hermanos con la costumbre general, la vida y los hábitos de otros fieles de Cristo”; pero, además, aceptaba como demostradas “muchas cosas horribles” que habían sido hechas “por muchos hermanos de esa Orden […] que han caído en el pecado de la vil apostasía en contra del mismo Señor Jesucristo, en el crimen de la detestable idolatría, en la excarcelable afrenta de los sodomitas…”.

El texto era auto-justificatorio y recordaba a los fieles que “la Iglesia Romana ha dispuesto en ocasiones la abolición de otras ilustres órdenes por causas incomparablemente menores que las arriba mencionadas, aun sin que se les adjudicara culpabilidad a los hermanos”. Era incluso apologética: la decisión del Papa se había tomado “no sin amargura y tristeza de ánimo”. Sin embargo, a los padres del concilio no se les pedía que aceptaran u objetaran el dictamen del Papa: la Orden del Temple fue abolida por una bula posterior, Ad providam, publicada el 2 de mayo, las propiedades de los Templarios eran transferidas a los Hospitalarios, “quienes están permanentemente arriesgando sus vidas al otro lado del mar”. Se hizo una excepción para las propiedades de los Templarios en Aragón, Castilla, Portugal y Mallorca, cuya disposición se decidiría más adelante.

El los hechos, los tres reyes involucrados –Eduardo II de Inglaterra, Jaime II de Aragón y Felipe IV de Francia- aunque públicamente se mostraron de acuerdo con la decisión del Papa sobre las riquezas del Temple, se aseguraron de que una parte de las mismas quedara en sus manos o en manos de sus vasallos. Eduardo II ya estaba arrendando algunas de las propiedades de los Templarios y advirtió al Hospital que no se aprovechara de Ad providam para “usurpar” las posesiones de la Orden. Los litigios con el Hospital y los legados papales continuaron hasta 1336. El Temple de Londres fue finalmente cedido para uso de la justicia; la iglesia del Temple sigue en pie hasta el día de hoy.

En Aragón, Jaime II insistía en que la seguridad de su reino dependía de la posesión real de las propiedades templarias: la resistencia de los Templarios al arresto, en 1308, había demostrado los peligros que se encerraba la existencia de una fuerza armada que no debiera su primera lealtad al rey. Una vez más, sólo después de varios años de negociación se alcanzó un acuerdo. Se creó una nueva orden militar con base en Montesa, Valencia, sujeta al maestre de Calatrava y al abad cisterciense de Stas. En el resto de Aragón, las propiedades templarias pasarían al Hospital; pero, antes de tomar posesión, el castellano Hospitalario de Amposta juraría lealtad al rey. Los Templarios reconciliados con la Iglesia siguieron viviendo en las preceptorías de la Orden o fueron a otros conventos y monasterios, donde vivían de los recursos del Temple. La disolución de la Orden no significaba que estuvieran dispensados de sus votos. […]

[…] Las quejas contra ex Templarios llevaron al sucesor de Clemente V, el papa Juan XXII, a intentar repetidas veces persuadirlos de volver a la vida religiosa. En una carta dirigida al arzobispo de Tarragona, el Papa le pedía controlar que “no se involucraran en guerras o asuntos seculares” y que no usaran vestimentas lujosas. Debía cuidarse que nunca hubiera más de dos ex Templarios en un mismo monasterio y, si se negaban a regresar a la vida de reclusión, debería privárselos de su pensión. Hubo algunos casos en que esa sanción fue puesta en práctica, pero en general “los supervivientes no se vieron acosados por penurias financieras, a pesar de que algunos llevaran una existencia frustrante; y como su número decrecía, probablemente la preocupación de la Iglesia por ellos disminuyó y se los molestó muy poco hasta el final de sus vidas”. […]

[…]Hacia finales de diciembre de 1313, el Papa designó una comisión de tres cardenales para decidir el destino de los jefes Templarios. […] El fallo dictaminó que (Jaime de Molay, Hugo de Pairaud, Godofredo de Gonneville y Godofredo de Charney) eran sentenciados a riguroso y perpetuo confinamiento.

Dos de los acusados, Hugo de Pairaud y Godofredo de Gonnevile, acataron el fallo sin protestar; pero la severidad de la sentencia, al cabo de siete años de encierro, era demasiado para Jaime de Molay. Ya un hombre anciano, de más de setenta años, ¿qué ganaba con someterse si la recompensa era una muerte prolongada? El Papa lo había traicionado; todo lo que podía esperar ahora era la justicia de Dios. […]

Ese giro en los acontecimientos dejó atónitos a los cardenales, y convirtió de golpe el finale cuidadosamente coreografiado en una confusión. Los dos obstinados caballeros fueron llevados por el comisario real mientras la noticia de lo que había pasado le era rápidamente transmitida al rey. Tan pronto como la escuchó, el rey Felipe convocó a los miembros de su consejo y se decidió que los dos caballeros, como herejes impenitentes, debían sufrir el destino prescrito en esos casos. Esa misma tarde, “hacia la hora de vísperas”, Jaime de Molay y Godofredo de Charney fueron llevados a una pequeña isla en el Sena, llamada la Ile-des-Javiaux, para ser quemados en la hoguera.

Antes de que murieran, se dijo más tarde, Jaime de Molay hizo una última petición al papa Clemente y al rey Felipe: los convocó a aparecer antes de un año frente al tribunal de Dios. También se dijo que “parecían estar preparados a soportar el fuego con tranquilidad de espíritu”, lo cual “produjo entre quienes los miraban mucha admiración y sorpresa por la fidelidad de su muerte y la negación final”. Los dos ancianos fueron entonces atados a la estaca y quemados. Más tarde, bajo el velo de la oscuridad, algunos frailes del monasterio agustiniano que se encontraba a la orilla del río y otra gente piadosa fueron a recoger los cuerpos carbonizados de los Templarios muertos, como reliquias de santos.


Como habían vaticinado los cínicos en el concilio de Vienne, la cruzada proyectada por el papa Clemente V jamás tuvo lugar. Clemente murió el 20 de abril de 1314, poco más de un mes después de la muerte de Jaime de Molay. El inventario de las pocas pertenencias encontradas en su dormitorio incluía “dos libritos en lengua “romance”, en un estuche de cuero con un candado de hierro […] que contenía la Regla de los Templarios”. El rey Felipe el Hermoso lo siguió a la tumba el 29 de noviembre del mismo año tras un accidente de caza. Las grandes sumas de dinero que se habían recaudado para la cruzada o bien se las tragó el tesoro francés o fueron usadas para los fines privados del Papa fallecido. En su testamento, Clemente V dejó 300.000 florines a su sobrino, Bertrand de Got, vizconde de Lomagne, a cambio de la promesa de ir a una cruzada, un voto jamás cumplido. Como expresó un cronista anónimo de la época, “el Papa guardó el dinero, y su primo, el marqués, obtuvo su parte; y el rey y todos los que habían aceptado la cruz se quedaron aquí; y los sarracenos viven en paz allí, y yo creo que pueden seguir durmiendo tranquilos”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario