El Temple destruido – Los templarios: monjes y guerreros – Piers Paul Read, Ediciones B Argentina, 2006, pág. 411- 418; 423-425; 426-436
¿Por qué los
miembros de la más formidable fuerza militar del mundo occidental fueron a la
muerte, en palabras de Pedro de Bologna, “como ovejas al matadero”? Una de las
razones fue sin duda la avanzada edad de la mayoría de los Templarios que
vivían en Francia. Después de servir un tiempo en Oriente, muchos habían
regresado a Europa para ocupar puestos en la administración. Los caballeros más
jóvenes fueron enviados a Chipre: en 1307, más del setenta por ciento de la
fuerza templaria había sido reclutada en los últimos siete años.
En Chipre se
preparaban para la acción militar: habían peleado con los sarracenos por
Tortosa y esperaban una invasión de la isla por parte de los mamelucos.
La bula del
papa Clemente V por la que se ordenaba el arresto de los Templarios en toda la
cristiandad, Pastoralis
praeeminentiae, llegó a Chipre en noviembre de 1307. El gobernante
de facto en ese momento era el hermano del rey Juan, Amaury, a quien
los Templarios habían respaldado cuando tomó el poder en agosto de 1306. Las
órdenes del Papa ponían a Amaury en una situación incómoda. Estaba en deuda con
aquéllos y, como casi todos en Chipre, seguramente consideraba falsas las
acusaciones; sin embargo, tampoco quería desafiar al Papa ni tener de enemigo
al rey Felipe de Francia. Por lo tanto, ordenó a sus oficiales proceder contra
los Templarios, comandados por su mariscal, Ayme de Oselier.
Tras una
cierta resistencia inicial, los Templarios finalmente se rindieron, y ochenta u
tres caballeros, y treinta y cinco sargentos fueron puestos bajo arresto
domiciliario. Sus propiedades fueron embargadas, pero los oficiales no lograron
encontrar el grueso del tesoro. No se celebró ningún juicio hasta mayo, cuando
llegaron a la isla dos jueces designados por el Papa. Ninguno de los acusados
admitió los cargos. Se tomó declaración a testigos ajenos a la Orden,
entre ellos dieciséis caballeros, el senescal de reino, Felipe de Ibelin, y el
mariscal del rey, Reginaldo de Soissons. La mayoría de ellos había apoyado al
rey Enrique II en contra de Amaury y, por lo tanto, podía esperarse que
mostraran cierta animosidad hacia los Templarios, pero todos sus testimonios
fueron a favor. Felipe de Ibelin, que fue el primer testigo, consideró que era
solamente el secretismo que rodeaba a los Templarios lo que conducía a la
sospecha de delitos. Reginaldo de Soissons ratificó que los Templarios creían
en los sacramentos y que siempre habían celebrado sus ceremonias religiosas
correctamente.
Un caballero,
Jaime de Plany, fue categórico en su defensa de los Templarios, recordándole a
la corte que habían derramado su sangre por Cristo y la fe cristiana, y que
eran hombres tan buenos y honestos como los que se podían encontrar en
cualquier orden religiosa. Percival de Mar, un genovés, contó que un grupo de
Templarios, tomados prisioneros por los sarracenos, prefirió morir antes que
traicionar su fe. Aunque testigos menores aludieron a la reserva del ingreso de
los Templarios y a la avaricia de la Orden, no adujeron nada que los
involucrase en blasfemia ni herejía. Un sacerdote, Lorenzo de Beirut, dijo que
había escuchado las confesiones de sesenta Templarios y que no podía declarar
nada en contra de ellos. Se desprendía de otros testimonios que muchos
Templarios se confesaban con dominicos, franciscanos y sacerdotes seculares y
no necesariamente con sus propios capellanes.
El único
testigo entre los latinos de Chipre que testificó en contra de los Templarios
fue Simón de Sarezariis, el prior del Hospital de San Juan, pero sin aportar
ninguna evidencia sólida; aludió meramente a conversaciones que había mantenido
en el pasado con personas no identificadas. Con esa única excepción, los nobles
testigos testificaron todos a favor de los Templarios, pese a ser partidarios
del rey Enrique II.
El papa
Clemente V consideró inaceptable ese resultado, y ordenó un nuevo juicio a
cargo del legado papal en Oriente, Pedro de Plaine-Cassagne, obispo de Rodas,
que se celebró después del asesinato de Amaury y la restauración de Enrique II,
en el verano de 1310; aunque no se conservan las actas, parece que se
impusieron los imperativos políticos del Papa: las crónicas registran que el
mariscal Ayme de Oselier y muchos de sus compañeros Templarios murieron
mientras se hallaban encarcelados en la fortaleza de Kerynia.
En Italia, los
procesos contra los Templarios variaron según las lealtades políticas de los
gobernantes involucrados. Carlos II de Nápoles, primo del rey Felipe el
Hermoso, hasta donde se sabe por las pocas declaraciones conservadas, obtuvo
las confesiones requeridas, presumiblemente gracias al uso de la tortura. En
los Estados Pontificios la tortura también produjo algunas confesiones de negación
de Cristo, ofensas a la cruz y adoración de ídolos; pero, en general, la
inquisición itinerante conducida por el obispo de Sutri arrojó resultados
mezquinos. En Lombardía, muchos de los obispos apoyaron a los Templarios, y
algunos fueron lo bastante valientes como para confesarlo. Los obispos de
Ravena, Rímidi y Fano no pudieron encontrar evidencia de culpa en los pocos
Templarios llevados ante ellos. En Florencia confesaron seis de diez Templarios
tras haber sido torturados.
En Germania,
_Burchard –el arzobispo de Magdeburgo- atacó rápidamente a los Templarios,
entre ellos el preceptor germánico Federico de Alvensleben. En Trier, un
concilio provincial de la Iglesia convocado por el arzobispo no
encontró ninguna prueba contra la Orden. Un grupo de veinte
Templarios armados, conducidos por el preceptor de Grumbach, Hugo de Salm,
interrumpió en Mainz un concilio similar, presidido por el arzobispo Pedro de
ASpelt. El intimidado arzobispo fue obligado a escuchar su queja: a los
miembros de la Orden no se les estaba dando una oportunidad justa de
defenderse, y aquellos que insistían en su inocencia eran quemados. Hugo de
Salm también sostuvo, como prueba milagrosa de su inocencia, que los hábitos
blancos de los Templarios no ardían con el fuego.
En una audiencia
posterior, el hermano de Hugo de Salm y preceptor del Rin, Federico, se ofreció
a demostrar la inocencia de la Orden mediante un juicio por ordalía.
Dijo que había servido en Oriente con Jaime de Molay y que lo conocía como “un
buen cristiano, tan bueno como es posible serlo”. Otros testigos confirmaron la
obra caritativa de los Templarios; entre ellos, un sacerdote dijo que, durante
una hambruna, la preceptoría de Maistre había dado de comer a mil pobres cada
día. Al final de la audiencia, el arzobispo dictaminó a favor de los Templarios
llevados ante él, una decisión que disgustó al Papa.
Fuera de
Francia y Chipre, la presencia templaria más significativa se hallaba en
España, particularmente en Aragón, donde la Orden había desempeñado
un papel importante en la reconquista de tierras ocupadas por los moros. El rey
venía reduciendo desde hacía un tiempo los enormes privilegios y sustanciales
donaciones que databan de los días heroicos de la
Reconquista. De hecho, aunque la Orden todavía tenía
considerables posesiones en Aragón, se había visto afectada por la necesidad de
enviar fondos a la Orden en Siria y Palestina y por las demandas de
los reyes aragoneses. Si bien seguía funcionando como banco, el Temple estaba
endeudado.
A mediados de
octubre de 1307, el rey Jaime II había recibido una carta de Felipe IV de
Francia enumerándole las iniquidades de la Orden Templaria y
aconsejándole confiscar sus propiedades y detener a sus miembros, al igual que
Felipe había hecho en Francia. El monarca aragonés se mostró incrédulo y le
escribió una carta en respuesta a Felipe el Hermoso:
“Los
Templarios han vivido de hecho de una manera elogiable como hombres religiosos
hasta ahora en estas partes, de acuerdo con la opinión común, y ninguna
acusación de error en su creencia ha surgido aquí todavía; por el contrario,
durante nuestro reinado nos han brindado fielmente un gran servicio en todo lo
que les hemos requerido, para eliminar a los enemigos de la fe.”
No obstante,
cuando llegó a España la noticia de que Jaime de Molay había admitido los
crímenes imputados, el rey Jaime II ordenó capturar a los Templarios y
secuestrar las propiedades que tenían en su reino. Algunos Templarios se
negaron a rendir sus castillos: en contraste con Francia, en Aragón la
Orden tenía una buena cantidad de hombres en armas y dispuso de tiempo
para preparar la defensa. Fue tomada la fortaleza de Peñíscola y arrestado el
maestre templario de Aragón, Exemen de Lenda, pero Ascó, Cantavieja, Villel,
Castellote, Chalamera y Monzón permanecieron en manos dela Orden, mientras
Ramón Sa Guardia, el preceptor de Mas Deu en Rousillon, resistía en la
fortaleza de Miravet. Desde allí le escribió al rey Jaime II, recordándole la
sangre que habían derramado los Templarios en las guerras contra los moros, y
no mucho tiempo atrás contra Granada. Durante una época de hambruna, los
Templarios habían alimentado a veinte mil personas en Gardeny y a seis mil en
Monzón. Cuando los franceses invadieron Aragón y amenazaban Barcelona, fueron
los Templarios quienes resistieron a pie firme. Por todas esas razones, el rey
debía liberar al maestre y a los demás Templarios, que eran “leales, católicos
y buenos cristianos”.
Sin embargo,
la suerte ya estaba echada, no porque el rey se hubiera convencido de la
culpabilidad de los Templarios, sino porque quería asegurarse los bienes
de la Orden antes de que fueran expropiados por la Iglesia: le
sugirió incluso al papa Clemente un quiad
pro quo por el que dos de sus sobrinos recibirían tierras de Aragón si
el Papa renunciaba a sus derechos sobre las propiedades del Temple en
España Acaso consciente de que la avaricia era ahora la motivación
principal del rey, Ramón Sa Guardia le escribió para decirle cuánta lástima le
causaban él, “el rey de Francia, y todos los católicos relacionados con el daño
que surge de todo esto, más que nosotros mismos, que tenemos que soportar la
maldad”. Temía por el alma del rey si éste se había engañado y creía estar
haciendo el trabajo de Dios y no el del Diablo. Al igual que Pedro de Bologna,
le preguntaba cómo, si los cargos eran ciertos, tantos miembros de las mejores
familias podían haberse unido a la Orden, algunos desde hacía seis años
por los menos, sin haber denunciado todavía los abusos imputados.
El 1 de
febrero de 1308, el rey Jaime resolvió sitiar las fortalezas que aún estaban en
manos de los Templarios. Sin desear o sin poder lanzar un ataque frontal, su
táctica era someter a las guarniciones por inanición. Ramón Sa Guardia, quien
seguía en comunicación con el rey, le advirtió que estaban dispuestos a morir
como mártires a menos que el rey Jaime garantizara protegerlos en tanto el papa
Clemente siguiera bajo la influencia del rey de Francia. Pero el rey Jaime no
sintió ninguna necesidad de comprometerse, y hacia finales de noviembre los Templarios
de Miravet se rindieron por inanición. Monzón resistió hasta mayo de 1309; y a
finales de julio, con la caída de Chalamera, la resistencia de la
Orden había concluido.
Como la ley
aragonesa no permitía la tortura, en los procesos que se siguieron contra los
Templarios no se produjeron confesiones. Los prisioneros eran mantenidos en
condiciones razonables y con una dieta decente. Ramón Sa Guardia fue tan franco
ante los inquisidores como lo había sido en sus cartas al rey. Dijo que las
admisiones a la Orden habían sido absolutamente ortodoxas, al igual
que la práctica de la religión católica entre los Templarios; las imputaciones
de negación de Cristo eran “horribles, sumamente abyectas y diabólicas” y que
“todo hermano que cometiera un pecado contra la naturaleza” (esto es, sodomía)
era castigado con grandes grilletes en los pies y cadenas en el cuello…”. Los
cargos eran obra de “un espíritu maligno y diabólico”, y cualquiera que los
hubiere admitido era un mentiroso.
En marzo de
1311, el Papa ordenó al arzobispo de Tarragona y al obispo de Valencia utilizar
la tortura para extraer confesiones, pero el método, que había resultado tan
eficaz en Francia, fracasó en España. Ocho Templarios torturados en Barcelona
persistieron en su declaración de inocencia; en Tarragona, el 4 de noviembre de
1312, un concilio local de la Iglesia halló a los Templarios
inocentes “a pesar de ser sometidos a tortura para la confesión de sus
crímenes”.
Lo mismo que
en Aragón ocurrió en los reinos de Castilla y León, y Portugal. Los Templarios
fueron arrestados y llevados ante comisiones episcopales, pero ninguna de ellas
pudo hallar evidencia para sustanciar los cargos. De toda la península Ibérica,
sólo en Navarra, donde la influencia francesa era predominante, se extrajeron algunas
confesiones de los crímenes imputados. […]
[…] El sábado
16 de octubre de 1311, tras una demora de un año, se reunió en Viena un
concilio ecuménico de la Iglesia católica. Esa ciudad sobre el
Ródano, a sólo unos veinte kilómetros al sur de Lyon, estaba construida entre
las ruinas de su pasado romano. El anfiteatro romano en las colinas de Mount
Pipet podía albergar a más de 13.000 espectadores, y el templo dedicado al
emperador Augusto se usaba ahora como iglesia. Fue en Viena donde Arquelao, el
hijo del rey Herodes, cumplió el destierro ordenado por Augusto; y donde la
poco agraciada Blandina había muerto como mártir por Cristo: “Después de los
azotes, después de las bestias, después del hierro candente, la pusieron
finalmente en una cesta y la arrojaron a un toro”. Otro mártir de esa época, un
oficial romano llamado Mauricio, había sido ejecutado río arriba en Augaune,
Suiza, por negarse a hacer sacrificios a dioses paganos. Y fue en la gran
catedral a orillas del Ródano, dedicada a este santo, donde el papa Clemente V
recibió a los padres de toda la cristiandad e inauguró la primera sesión del
concilio.
El número de
concurrentes fue decepcionante. El Papa había convocado a obispos y príncipes
de toda la cristiandad, incluidos los cuatro patriarcas de la
Iglesia oriental, pero de los 161 prelados invitados, más de un tercio se
había excusado, enviando delegados en su lugar. Los obispos que asistieron lo
hicieron con poco entusiasmo: la ciudad estaba atestada, era difícil en
consecuencia conseguir alojamiento decente, y en esa época del año, como se
quejó el obispo de Valencia al rey Jaime II de Aragón, “el lugar es
inconmensurablemente frío”.
Ningún rey
apareció en los primeros seis meses de deliberaciones, aun cuando la
recuperación de Tierra Santa, uno de los tres puntos en la agenda del concilio,
era de mucho interés para ellos. El segundo punto, la reforma de la
Iglesia, figuraba casi como una cuestión de rutina, pero el celo por
limpiar la Iglesia de corrupción –que había animado a concilios
anteriores- era difícil de mantener con un Papa que nombraba cardenales a
cuatro de sus parientes y usaba todo artilugio posible para sacarles dinero a
los fieles. El sentimiento predominante entre los asistentes era el cinismo: un
cronista francés, Jean de Saint-Víctor, escribió que “muchos decían que el
concilio se había convocado con el propósito de extraer dinero”.
El tercer
punto de la agenda era la Orden del Temple. Para el papa Clemente era
imperioso que el Concilio resolviera la disolución, y con ese fin había estado
reuniendo todas las pruebas de los interrogatorios en los distintos países,
obligando a utilizar la tortura cuando no se obtenía de los acusados las
confesiones requeridas. Esto había tomado mucho más tiempo del que había
previsto, y fue la razón por la cual el concilio se postergó un año. Hasta el
verano de 1311, muchos de los informes aún no habían llegado. Cuando finalmente
se recibieron y fueron estudiados por el Papa y sus asesores en la prioría de
Grazean, distaban mucho de ser satisfactorios. Sólo los informes procedentes de
Francia contenían confesiones creíbles; los del extranjero, en particular los
de Inglaterra, Aragón y Chipre, sólo aportaban rumores de personas ajenas
a la Orden como material para sustentar las acusaciones.
Clemente estaba
en una posición difícil. Había invitado formalmente a los Templarios a acudir a
Viena para defender a la Orden, pero evidentemente no esperaba que lo
hicieran. Sin embargo, a finales de octubre y para su sorpresa, siete
Templarios se presentaron ante el concilio diciendo que estaban allí para
defender a la Orden y que entre 1.500 y 2.000 de sus camaradas Templarios
se hallaban en las proximidades dispuestos a apoyarlos.
El papa
Clemente ordenó que los siete Templarios fueran detenidos y pidió al concilio
que formara un comité de cincuenta integrantes para decidir si debía o no
permitirse a los Templarios defender la Orden; y si era así, si era sólo a
los que se habían presentado ante el concilio o si los Templarios de toda la
cristiandad debían elegir un apoderado. Y si eso resultaba muy difícil, si el
Papa debía nombrar a uno que actuara por ellos. La conclusión de ese comité
fue, por amplia mayoría, que se debía permitir a los Templarios organizar su
defensa. Solamente discreparon los obispos franceses de Rheims, Sens y Rouen,
allegados a Felipe.
[…] El Papa,
temiendo todavía que Felipe pudiera reanudar el ataque contra Bonifacio VIII, y
desesperado por poner en marcha una nueva cruzada, estaba en constante
correspondencia con el rey, y el 17 de febrero recibió a una delegación secreta
y muy importante, compuesta por el hijo de Felipe, Luis de Navarra, los condes
de Boulogne y Saint-Pol, y los principales ministros de la corona, Enguerrand
de Marigny, Guillermo de Plaisans y Guillermo de Nogaret. Junto con el círculo
íntimo de cardenales de la curia, conversaron con el Papa sobre los pasos a
seguir.
También desde
otra fuente se presionaba por una resolución rápida: el rey Jaime II de Aragón
sostenía con énfasis que la Orden debía ser disuelta y que sus
propiedades aragonesas debían transferirse a la Orden española de
Calatrava. La disposición de a riqueza del Temple parece haber sido un escollo
en las negociaciones entre el Papa y el rey francés: Felipe, proponiendo el
mismo tipo de trato que el rey Jaime II, le escribió al Papa desde Mâcon, a
sólo noventa kilómetros al norte sobre el río Saône: “Ardiendo de fervor por la
fe ortodoxa y en caso de que tan gran injuria hecha a Cristo permaneciera
impune, afectuosa, devota y humildemente pedimos a Su Santidad que disuelva
dicha Orden y quiera crear una nueva Orden Militar, a la cual se le confieran
los bienes de la Orden arriba mencionada, con sus derechos, honores y
responsabilidades.”
Como sabía que
el rey Felipe tenía a uno de sus propios hijos en mente como gran maestre para
esa nueva orden, Clemente se mantuvo sorprendentemente firme en la cuestión,
insistiendo en que si el Temple iba a ser disuelto, sus posesiones debían pasar
al Hospital. Para terminar con todo el asunto, el rey Felipe resolvió comprometerse
y prometió aceptar lo que el Papa decidiera, reservándose sólo “los derechos
que nos quedan a nosotros, a los prelados, barones, nobles y diversas personas
de nuestro reino”.
El papa
Clemente dudaba todavía, pero el 20 de marzo se vio obligado a decidir ante la
llegada a Vienne del rey Felipe en persona, acompañado por sus dos hermanos,
tres hijos y un fuerte contingente de hombres armados. Dos días más tarde,
Clemente celebró un consistorio secreto en el que pidió al comité especial
para la Orden del Temple que revisara su dictamen. Al ver que el
juego había terminado, y posiblemente sobornados o intimidados por los
franceses, la mayoría de los prelados votó por la eliminación de la Orden;
una decisión, en opinión del obispo de Valencia –uno de los pocos disidentes-,
“contra toda razón y justicia”.
El 3 de abril,
los padres del concilio se reunieron en la catedral de Saint-Maurice para
escuchar la homilía del papa Clemente sobre el salmo I, versículo 5: “No
prevalecerán los impíos en el juicio, ni estarán los pecadores en la asamblea
de los justos.” El sumo pontífice estaba sentado en su trono; a un lado, en un
pedestal apenas más bajo, se hallaba el rey Felipe de Francia, y al otro, el
hijo de Felipe, el rey de Navarra. Después de la homilía, y antes de que
comenzaran los procesos, el convocante anunció que, bajo pena de excomunión,
nadie podía hablar en esa sesión excepto con el permiso o a requerimiento del
Papa.
El papa
Clemente leyó entonces la bula Vox in excelso, que abolía la
Orden del Temple. La bula estaba cuidadosamente redactada para evitar una
condena directa de la Orden como tal: se abolía “no por sentencia
judicial, sino por disposición u ordenanza apostólica” a causa del “descrédito,
la sospecha, la ruidosa insinuación y demás cosas referidas que se han aducido
contra la Orden”. Mencionaba ciertos hechos incontestables, “la admisión
secreta y clandestina de los hermanos con la costumbre general, la vida y los
hábitos de otros fieles de Cristo”; pero, además, aceptaba como demostradas “muchas
cosas horribles” que habían sido hechas “por muchos hermanos de esa Orden […]
que han caído en el pecado de la vil apostasía en contra del mismo Señor
Jesucristo, en el crimen de la detestable idolatría, en la excarcelable afrenta
de los sodomitas…”.
El texto era
auto-justificatorio y recordaba a los fieles que “la
Iglesia Romana ha dispuesto en ocasiones la abolición de otras
ilustres órdenes por causas incomparablemente menores que las arriba
mencionadas, aun sin que se les adjudicara culpabilidad a los hermanos”. Era
incluso apologética: la decisión del Papa se había tomado “no sin amargura y
tristeza de ánimo”. Sin embargo, a los padres del concilio no se les pedía que
aceptaran u objetaran el dictamen del Papa: la Orden del Temple fue abolida
por una bula posterior, Ad providam,
publicada el 2 de mayo, las propiedades de los Templarios eran transferidas a
los Hospitalarios, “quienes están permanentemente arriesgando sus vidas al otro
lado del mar”. Se hizo una excepción para las propiedades de los Templarios en
Aragón, Castilla, Portugal y Mallorca, cuya disposición se decidiría más
adelante.
El los hechos,
los tres reyes involucrados –Eduardo II de Inglaterra, Jaime II de Aragón y
Felipe IV de Francia- aunque públicamente se mostraron de acuerdo con la
decisión del Papa sobre las riquezas del Temple, se aseguraron de que una parte
de las mismas quedara en sus manos o en manos de sus vasallos. Eduardo II ya
estaba arrendando algunas de las propiedades de los Templarios y advirtió al
Hospital que no se aprovechara de Ad
providam para “usurpar” las posesiones de la
Orden. Los litigios con el Hospital y los legados papales continuaron
hasta 1336. El Temple de Londres fue finalmente cedido para uso de la justicia;
la iglesia del Temple sigue en pie hasta el día de hoy.
En Aragón,
Jaime II insistía en que la seguridad de su reino dependía de la posesión real
de las propiedades templarias: la resistencia de los Templarios al arresto, en
1308, había demostrado los peligros que se encerraba la existencia de una
fuerza armada que no debiera su primera lealtad al rey. Una vez más, sólo
después de varios años de negociación se alcanzó un acuerdo. Se creó una nueva
orden militar con base en Montesa, Valencia, sujeta al maestre de Calatrava y
al abad cisterciense de Stas. En el resto de Aragón, las propiedades templarias
pasarían al Hospital; pero, antes de tomar posesión, el castellano Hospitalario
de Amposta juraría lealtad al rey. Los Templarios reconciliados con la
Iglesia siguieron viviendo en las preceptorías de la Orden o
fueron a otros conventos y monasterios, donde vivían de los recursos del
Temple. La disolución de la Orden no significaba que estuvieran
dispensados de sus votos. […]
[…] Las quejas
contra ex Templarios llevaron al sucesor de Clemente V, el papa Juan XXII, a
intentar repetidas veces persuadirlos de volver a la vida religiosa. En una
carta dirigida al arzobispo de Tarragona, el Papa le pedía controlar que “no se
involucraran en guerras o asuntos seculares” y que no usaran vestimentas
lujosas. Debía cuidarse que nunca hubiera más de dos ex Templarios en un mismo
monasterio y, si se negaban a regresar a la vida de reclusión, debería
privárselos de su pensión. Hubo algunos casos en que esa sanción fue puesta en
práctica, pero en general “los supervivientes no se vieron acosados por
penurias financieras, a pesar de que algunos llevaran una existencia
frustrante; y como su número decrecía, probablemente la preocupación de la
Iglesia por ellos disminuyó y se los molestó muy poco hasta el final de
sus vidas”. […]
[…]Hacia
finales de diciembre de 1313, el Papa designó una comisión de tres cardenales
para decidir el destino de los jefes Templarios. […] El fallo dictaminó que
(Jaime de Molay, Hugo de Pairaud, Godofredo de Gonneville y Godofredo de
Charney) eran sentenciados a riguroso y perpetuo confinamiento.
Dos de los
acusados, Hugo de Pairaud y Godofredo de Gonnevile, acataron el fallo sin
protestar; pero la severidad de la sentencia, al cabo de siete años de
encierro, era demasiado para Jaime de Molay. Ya un hombre anciano, de más de
setenta años, ¿qué ganaba con someterse si la recompensa era una muerte
prolongada? El Papa lo había traicionado; todo lo que podía esperar ahora era
la justicia de Dios. […]
Ese giro en
los acontecimientos dejó atónitos a los cardenales, y convirtió de golpe el finale cuidadosamente coreografiado en
una confusión. Los dos obstinados caballeros fueron llevados por el comisario
real mientras la noticia de lo que había pasado le era rápidamente transmitida
al rey. Tan pronto como la escuchó, el rey Felipe convocó a los miembros de su
consejo y se decidió que los dos caballeros, como herejes impenitentes, debían
sufrir el destino prescrito en esos casos. Esa misma tarde, “hacia la hora de
vísperas”, Jaime de Molay y Godofredo de Charney fueron llevados a una pequeña
isla en el Sena, llamada la Ile-des-Javiaux, para ser quemados en la hoguera.
Antes de que
murieran, se dijo más tarde, Jaime de Molay hizo una última petición al papa
Clemente y al rey Felipe: los convocó a aparecer antes de un año frente al
tribunal de Dios. También se dijo que “parecían estar preparados a soportar el
fuego con tranquilidad de espíritu”, lo cual “produjo entre quienes los miraban
mucha admiración y sorpresa por la fidelidad de su muerte y la negación final”.
Los dos ancianos fueron entonces atados a la estaca y quemados. Más tarde, bajo
el velo de la oscuridad, algunos frailes del monasterio agustiniano que se
encontraba a la orilla del río y otra gente piadosa fueron a recoger los
cuerpos carbonizados de los Templarios muertos, como reliquias de santos.
Como habían
vaticinado los cínicos en el concilio de
Vienne, la cruzada proyectada por el papa Clemente V jamás tuvo lugar.
Clemente murió el 20 de abril de 1314, poco más de un mes después de la muerte de
Jaime de Molay. El inventario de las pocas pertenencias encontradas en su
dormitorio incluía “dos libritos en lengua “romance”, en un estuche de cuero
con un candado de hierro […] que contenía la Regla de los Templarios”. El rey Felipe el Hermoso lo siguió a la
tumba el 29 de noviembre del mismo año tras un accidente de caza. Las grandes
sumas de dinero que se habían recaudado para la cruzada o bien se las tragó el
tesoro francés o fueron usadas para los fines privados del Papa fallecido. En
su testamento, Clemente V dejó 300.000 florines a su sobrino, Bertrand de Got,
vizconde de Lomagne, a cambio de la promesa de ir a una cruzada, un voto jamás
cumplido. Como expresó un cronista anónimo de la época, “el Papa guardó el
dinero, y su primo, el marqués, obtuvo su parte; y el rey y todos los que
habían aceptado la cruz se quedaron aquí; y los sarracenos viven en paz allí, y
yo creo que pueden seguir durmiendo tranquilos”.
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